CON UN SOLO GESTO…
Con un solo gesto, un hombre logró introducirme en lo inconcebible y me dejó el alma desnuda.
El viejo maestro Renpo
En 1988 yo estudiaba el zen en Japón en compañía de otros aprendices europeos. Viajamos de templo en templo y finalmente llegamos al monasterio de Eiheiji, construido sobre la ladera de una montaña, este inmenso monasterio es una de las dos sedes de la escuela Soto, la principal escuela del zen en Japón, junto con la escuela Rinzai.
El Abad en ese momento era un respetado monje llamado Niwa Renpo, tenía más de ochenta años, acababa de sufrir una complicada operación quirúrgica. No estaba en condiciones de participar en las actividades diarias del monasterio y no íbamos a poder verlo. Se encontraba descansando en su residencia, en lo más alto de la montaña.
Pese a todo, después de varios días, nos autorizaron a acudir a saludarlo brevemente, ya que lo habíamos conocido varios años antes en Francia. Sí, nos hicieron una advertencia: en su presencia, no debíamos inclinarnos, ya que el protocolo decía que entonces él debería hacer lo mismo y su estado no se lo permitía.
Llegó el momento, después de unos minutos el viejo maestro entró en la sala con dos ayudantes. Él les habló en voz baja, tan baja que apenas lo oímos. Se produjo un momento de vacilación, entendí lo que sucedía: contra toda costumbre y expectativa, era Renpo el que deseaba postrarse ante nosotros, y estaba pidiendo que extendieran la tela que se suele utilizar para ello. Como la palabra de un maestro jamás se discute, uno de sus asistentes extendió la tela. Ayudado de dos personas se acuclillo muy despacio, hasta que tocó el suelo con la frente. Costó muchísimo levantarlo pero hubo que ayudarle a realizar dos más.
Cuando terminó, el delicado y vacilante anciano, se marchó ayudado de los dos monjes sin pronunciar palabra. ¡Menuda impresión!
A menudo me pregunto si mis compañeros de viaje se acordarán
de la escena de aquel día que dio un vuelco a mi vida.
Con un solo gesto, un hombre logró introducirme en lo inconcebible
y me dejó el alma desnuda.
(Éric Rommeluére. Sentarse y nada más Ed. Errata Naturae)