23/11/24

EL ABANDONO

 

Érik Rommeluére (ER), nos presenta al maestro Ryotan Tokuda,a quién conoció durante los años ochenta. Se había enterado de que un maestro japones (Ryotan Tokuda) ofrecía sesiones de meditación una vez a la semana en París, cuando este vivía en Brasil, donde recaló como misionero, también pasaba algunas temporadas en Francia para enseñar medicina china. Llegando a practicar con él. Durante los años siguientes, Ryotan regresó con mayor frecuencia. Le gustaba Francia, y se instaló en París. Nació una comunidad que tomó el nombre de Mahamuni (“el Gran Silencioso” en sánscrito, otra forma de llamar a Buda), y yo me uní a ella. Aunque promulgaba enseñanzas, a Ryotan no le preocupaba el magisterio. Simplemente quería ser tu amigo en la vía, pero por lo demás se sentía satisfecho – ocultando sus huellas -.

El abandono

Durante toda su vida, Ryotan buscó el eco de su primera experiencia en los místicos cristianos, comenzando por el maestro Eckhart. La pobreza interior del maestro alemán, entendida como austeridad del alma, le recordaba a las enseñanzas del ZEN. En la mayoría de sus lecciones, comentaba de forma indirecta a Dogen a través de una lectura de Eckhart o a Eckhart a través de una lectura de Dogen. –“Descubro algunos textos del maestro Eckhart y tengo la impresión de estar leyendo puro ZEN”-. Dijo Ryotan, quién releía a menudo el sermón sobre la pobreza donde el maestro alemán comentaba esta frase del Evangelio: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Eckhart poseía una triple fórmula para alabar la pobreza del alma del místico: -“un hombre pobre es el que nada quiere, nada sabe y nada tiene –“. Estaba maravillado: esta frase, más que ninguna otra, revelaba el corazón desnudo, puro y simple de quien medita en posición sedente.

Érik Rommeluére, en zazén, recuerda que un día se levantó Ryotan, pero se volvió a sentar de inmediato sin pasar por detrás de las personas que meditaban sentadas de cara a la pared, al terminar le pregunté la razón. Me contestó con candidez: “Quería mirar las posturas, pero al levantarme me he dado cuenta de que la tarima crujía y no he querido molestaros”. Se trataba de una respuesta simple, casi inocente, pero tan inesperada que me desconcertó. Para él no había nada más preciado que el Gran Silencio, el silencio en el que el alma se vacía hasta no querer nada, no saber nada, no tener nada. Su ternura irradiante me abrasó.

 

(Éric Rommeluére. Sentarse y nada más Ed. Errata Naturae